2.5.09

                                                             La nación-Estado

1ª quincena mayo 2009


Trostsky hubiera empalidecido de envidia si el siglo le hubiera permitido conocer, antes que su concepción de la revolución permanente, el ciclo electoral del Uruguay, donde  toda perspectiva pública se esfuma en una eternidad comicial. Los cinco años que supuestamente transita un período gubernamental se fraccionan, para delicia de especialistas en el Estado de las elecciones, en una cascada de primarias, balotajes y municipales diferidas. De una a otra elección, tanto diferir el momento clave termina por proyectarlo al suspenso sin tregua, de forma tal que se posterga toda decisión que pudiera considerarse terminante. La imaginación política uruguaya ha inventado la elección sin decisión, el empate del desafío, que lo deja en amague por las dudas. Tal postergación eleccionaria del ahora-ya instala el eterno retorno del voto en tanto intangibilidad de la existencia pública. El fantasma de un Estado a postergación electoral manifiesta una vacuidad en suspenso que fantasea el ser nacional de una nación-Estado.

La agenda que nos ha deparado la sofisticada ingeniería electoral uruguaya inicia, por las primarias, el proceso electoral un año antes de las elecciones nacionales, que a su vez se ven antecedidas de tres meses por las primarias de los partidos, que por su cuenta auspician una aceleración que puede durar cuatro meses más, sin que por eso se alcance el fin del período, que recién llega en las municipales, todavía, seis meses después de las nacionales. Si se toma el conjunto, la “largada” que tuvo lugar en el segundo semestre de 2008, recién culmina en la “llegada” a mediados de 2010.

 Dos preciosos años, 24 meses, que dejan como período de gobierno sin interferencia de campaña tan sólo tres años, de los cuales, seis meses más se irán de todas formas en corregir, conocido el resultado de las municipales, los ajustes de cálculo presupuestal que debe incorporar el diseño nacional previo, más allá de la campaña de pujas y polémicas intrincadas que genera la primera discusión presupuestal (en este caso a mediados de 2010). Arrancando a mediados de 2008, llegamos así sin respiro al umbral de 2011. El artilugio del que nadie parece mayormente atribulado deja en tanto período neto de  gobierno sin campaña electoral o puja derivada de la misma, tan sólo dos años y medio, 30 meses, la mitad de la supuesta duración del período gubernamental.

Sin duda la pasión electoral uruguaya traduce una indecidibilidad del Estado-nación. Tal imposibilidad del juicio no pareciera ajena a un origen vinculado a la neutralización del vértice de conflicto entre potencias vecinas, que en su razón de ser pudiera cundir en contención de toda potencia. El afán que llevó a racionalizar la propia vía electoral, configurando la gobernabilidad en razón de las mayorías gubernamentales (que decide el balotaje)  y de la unicidad programática (que cristalizan las primarias), se proponía trascender la farragosa Ley de Lemas. A aquella legislación consagrada por la tradición, se le imputaba permitir la multiplicidad de opciones electorales en un mismo partido, de forma tal que todos encerraban bajo distintos lemas mucho de lo mismo, pero sujeto en cada caso a mayorías internas, que se dirimían a la par que el mismo escrutinio nacional, trampeando por mayorías circunstanciales la identidad del elector. De esa forma, se decía, en cuanto se hace coincidir de hecho las primarias con las nacionales de cada partido, quien cree votar a derecha, termina eligiendo a izquierda y viceversa. 

El artilugio que supuestamente trascendería la intrincada Ley de Lemas, instala sin embargo un tránsito electoral de desafiliación ideológica, en cuanto lleva en el balotaje a votar por un candidato presidencial que es menos parecido a lo que se quiere que distante de lo que no se quiere. Por otro lado, la multiplicación de instancias electorales se convierte en un sistema de señales que incita al “voto castigo”, pronunciamiento que favorece la perspectiva idiosincrásica del elector. Ya en oportunidad reciente, las municipales no confirmaron en algún caso la tendencia de las nacionales, señalando una retracción que puede repetirse en gaje de sensatez mediana. Votar en las nacionales por las dudas a unos, diciéndoles luego en las municipales que el olor de la calle no es el mismo que el miedo del bolsillo.

El sistema no ha logrado depurarse como sistema. Ningún sistema lo procura sino incrementando su sistematicidad, situación que pone a la decisión en emulsión electoral y la lleva por el mismo camino que supuestamente descartaba la reforma electoral que instaló -en 1997- la elección permanente: el desperdicio de proyecto.

La identidad moderna que beneficia el valor del “ser moderno”, tal como lo señalara Vattimo[1], cunde en la reforma electoral uruguaya que supuestamente racionalizaba el sistema, pero terminó por sistematizar al individuo y no precisamente en términos de “subjetivación”[2]. La pérdida de comunidad es patente, ideológico-partidaria en este caso, en momentos en que el fantasma cultural de la comunidad es todo lo que el estado del arte le deja al Estado-nación, perforado por las multinacionales y las multisocialidades. El elector que en la Ley de Lemas veía defraudada su inclinación por la justicia, veía sin embargo también refrendada su impronta de pertenencia, que lo remitía a un anclaje renovador por lo bajo. Esta ley beneficia, por el contrario, a las alturas que supuestamente suputan la verdad de la decisión, cuando no hacen más que confortar la desilusión del cálculo.

Tal arrogancia del formalismo numerario calculista arruina toda verdad de participación. Para empezar, asociando la verdad con la masa encuestada, cuya inclinación se reproduce circularmente por vía de encuesta propalada. Como lo dijera Baudrillard, cada grey encuentra en su discurso la arqué de su beneficio[3].

¿Quién se ilustra con números de verdad social calculada hasta llegar a lustrar la verdad particular de una corporación?

En primer lugar, los propios políticos profesionales, que concitan en su trajinar supuestamente democrático expectativas que dejaron de tener relación con una base (electoral) para extenderse por la base de cualquier campaña (publicitaria).

En segundo lugar, los encuestadores y expertos en decisiones de los demás, que reproducen por  lo alto la mirada que cada uno debiera tener sobre lo común, como si el estado colectivo dependiera de un relato off-the-record.

En tercer lugar los medios de comunicación masiva, que entretejen la mirada de cada uno con la alternativa que supuestamente comparten todos pero queda, sin embargo, en manos de la presentación que hacen unos pocos.

Cada uno de estos sectores aumenta su participación en el poder en los entretelones de la elección permanente, desde el punto de vista de la atención pública y del maná de recursos que ésta genera, a través de la sempiterna concentración generadora de poder.

No debemos olvidar que un sector significativo de la izquierda participó de esta reforma electoral aprobada en 1997, que tecnocratiza la política y la convierte en el coto de caza de la asepsia especializada en calcular la decisión ajena. Tal especialidad anula el vínculo entre la decisión y la elección, porque convierte a ésta última en el apéndice de un poder sin destino propio.

La decisión, contrariamente a la elección, se vincula con lo imposible. Sólo aquello que excede toda elucubración y engarza con el más allá del cálculo puede liberar un principio de inclinación, como lo señalara Derrida[4]. El racionalismo tecno-intelectual pretende hacernos creer que el incremento de información repetida mediáticamente conlleva alternativa, cuando tan sólo genera pasión por la desviación de la norma. Basta ver en qué se ocupan los medios cuando generan noticia para saber que el control social no proporciona sino tedio, que el olfato periodístico no deja de percibir y transgredir informativamente, poniendo en el tapete ante todo la “mala noticia”. Este tedio puede apoderarse de la cuestión pública, manejada por códigos clausurados en el posibilismo auspiciado por la normatividad, que no hará sino llevar la cuestión política hacia los márgenes de la autoridad moral. Aunque no siempre el desliz ocurre hacia la izquierda, como lo señalan tantos casos de retorno de la derecha, en particular, ante el fracaso de la normalidad bienpensante de la socialdemocracia. Quizás Chile nos proporcione el primer ejemplo latinoamericaricano de tal debilitamiento de la alternativa, si se aceptara, con todo, que el actual gobierno brasileño es de izquierda.






[1] Vattimo, G. (1990) La sociedad transparente, Paidós, Barcelona, p.73.
[2] Para Foucault la individualidad proviene del « cuidado de sí » a través de una « red extensa de obligaciones », opuesta por consiguiente a la introspección cristiana y vinculada al cotejo público. Foucault, M. (1991) Tecnologías del yo, Paidós, Barcelona, pp. 60-61.
[3] Baudrillard, J. (1988) El otro por sí mismo, Anagrama, Barcelona, p.12.
[4] Derrida, J. (2003) Voyous, Galilée, Paris, p.156.