15.11.11

No favorecemos un Paraíso Fiscal, pero propiciamos un Infierno Moral

2ª quincena noviembre 2011

Agotado el maná financiero del petróleo barato a inicios de los años 70’, a raíz del conflicto en el Medio Oriente, se hizo popular en Francia un refrán oportuno “On n’a pas de petrole, mais on a des idées” (no tenemos petróleo, pero tenemos ideas). Otro refrán quizás pudiera, acuñado desde largo tiempo atrás en el habla francesa, servir de clave interpretativa ante el sentido de una privación amenazante, que se transforma sin embargo en oportunidad bienvenida: “On a les vertus de ses défauts et les défauts de ses vertus” (Se tiene las virtudes de sus defectos y los defectos de sus virtudes). Pareciera que la alternativa no se elabora en nosotros mismos como si tomáramos distancia de las circunstancias a superar, sino que ante las circunstancias pesarosas, sólo surge una alternativa a partir de las distancias que ya se encuentran en cada quien.
De ahí que el recurso al conocimiento, que supone el segundo tramo de la frase “(…mais on a des idées” (…pero tenemos ideas), alcance una significación edificante en el marco de la variable tecnológica que ya se destacaba como dominante entre el conjunto de las posibilidades que gobernaban una alternativa, incluso en el contexto que siguió al fin de la Segunda Guerra Mundial. La aptitud tecnológica supone asimismo, como condición previa, el desarrollo de una sinergia colectiva caracterizada por un dinamismo de la iniciativa personal, que se traduce en el creciente desliz de la terminología desde “ciencia” a “tecnología” y desde “investigación” a “innovación”.
Esta deriva terminológica traduce una trivialización intelectual que es la contracara de la extensión social que alcanza la secularización de la iniciativa personal y de la libertad de propuesta (la contraída “actitud proactiva”), en el marco de una creciente laicidad ideológica y moral. La secularización tecnológica de la modernidad acarrea un auge del individuo por contraposición a la colectividad, así como de la transgresión por contraposición a la legalidad, que alcanzarán tanto expresiones deliberadamente conservadoras como osadamente rupturistas, simplificadas en aras de la polémica bajo dos etiquetas: neoliberalismo y post-modernidad.
Sin embargo, aquellos contextos en que la incorporación tecnológica encontró mayores dificultades de desarrollo, ante la insuficiencia del capital inicial necesario a una inversión de riesgo, en razón de la contingencia intelectual del producto, o por la incongruencia de las capacidades culturales disponibles con relación al potencial creativo requerido, quedaron relativamente al margen de estos procesos. Es decir, librados a los márgenes de la globalización, por no tener petróleo o por no tener ideas, o por no llegar a implementar lo uno y/o lo otro en caso de tenerlo.
Maniatados relativamente por las condiciones desfavorables del intercambio internacional, tanto como por la moralidad ideológica característica de la modernidad, los desplazados del eje privilegiado de la época han llegado a igualar el neoliberalismo, que pretende restaurar el determinismo naturalista del siglo XVIII bajo el rótulo “mercado”, con la desarticulación de las subjetividades representativas que sostiene la post-modernidad, particularmente en la índole colectiva e ideológica. Sin embargo, no es lo mismo sostener que el Estado debe reducirse a juez y gendarme (es decir a la fuerza de la ley, eventualmente natural) que sostener que el Estado es un artefacto en desuso (en cuanto toda institución es una condensación discursiva) ante la desmultiplicación individual de la libertad enunciativa.
La denegación de la crisis de la modernidad, particularmente a través de la dispersión ideológica del orden social que propone el progreso, genera una moral militante de las instituciones que termina por procrear artilugios al servicio de la opresión (como el G20 o los encuentros de Davos) o por generar un seguidismo panfletario de las recetas de la globalización, que repiten los gobiernos atados al carro mundialista de los “organismos internacionales”. Un ejemplo de este seguidismo imbuido de corrección reglamentaria es el afán con que los partidos uruguayos se suman a “aplicar” (barbarismo anglófilo que se cuela a través del uso de los formularios internacionales por una rendija homológica entre “postular” y “cumplir”) a los mandatos de la OCDE. En un uso estricto del español, “aplicado” es un adjetivo que se vincula al escolar disciplinado y prolijo. Este sesgo le va bien al rol del “mejor alumno de la clase”, según la impronta mundialista que nos legara Lord Ponsomby[1] y se propala en tanto rasgo de excelencia, quizás sin advertir que tal corrección difícilmente trazará un rumbo original o menos aún, una lección en cualquier sentido que haga honor a “lectura” en tanto interpretación propia.
Quizás en vez de preguntarse por qué se encuentra ante una injusta amenaza de penitencia internacional, cuando cumplía con aquel admonitorio “puede y debe mejorar” de los carnets escolares, la clase política y el estamento periodístico uruguayo harían mejor en preguntarse, como lo hiciera un académico compatriota, cual sería con relación a Latinoamérica en particular, el próximo paso que seguiría la Santa Alianza de los países desarrollados, una vez cumplida la misión de la OTAN en Libia[2]. Formulada de esa forma, la pregunta podría parecer vaga y escasamente sugestiva. Sin embargo, la respuesta vino muy poco después con un destino particularmente uruguayo, a partir de una declaración del presidente francés en calidad de portavoz del G20 y de la OCDE. Esta confirmación de preocupación por la vía de los hechos muestra una vez más que es preferible preguntarse en el aire, aparentemente sin motivo acuciante, que divisar un artefacto volador teledirigido, particularmente si se tiene en cuenta el uso que se diera a los drones en Libia.
En un mundo de artefactos teledirigidos, por ejemplo como los enviados por las declaraciones de las cumbres, la inteliguentsia uruguaya sigue apostando a la consistencia de la norma. Sin advertir que lo propio de la norma es la reducción de la multiplicidad de la experiencia a la unidad de una prescripción, de manera que es suficiente preguntarle a la norma (igual que a la estadística) por las dos interpretaciones del caso que sea[3], para advertir que darse por norma el criterio de la normatividad es atarse a un señuelo para bobos.
Ese es el camino por el que ineluctablemente va un estamento representativo que incluso en el plano de la educación pretende que es cuestión de “aplicarse”. Tenemos ya entre nosotros un G20 y una OCDE de la educación uruguaya que comienzan a preparar reglamentaciones y fiscales para impedir toda evasión del recinto normativo[4]. Quizás sea hora de empezar a preguntarse, aunque por ahora parezca en el aire, que dron teledirigido intentará bombardear la díscola autonomía educativa.



[2] Bizzózero, L. “Razones de la intervención en Libia: un análisis desde la periferia latinoamericana”, Vadenuevo.com.uy Nº38, http://www.vadenuevo.com.uy/index.php/the-news/2548-38vadenuevo03 (acceso: 15/11/11)
[3] Respecto a las alternativas de lectura de la norma: Pereira, M. La Diaria (10/11/11) Montevideo http://ladiaria.com.uy/articulo/2011/11/extranos-en-el-paraiso/ (acceso: 15/11/11)
[4] “En desacuerdo” La Diaria (15/11/11) Montevideo http://ladiaria.com.uy/articulo/2011/11/en-desacuerdo/

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